9 de marzo de 2024

Salar de Uyuni, última etapa boliviana


Salar de Uyuni, Bolivia


Monumento Dakar

Uyuni, el salar de Uyuni sería la última etapa reseñable del viajero insatisfecho en Bolivia. Después vendría el paso de frontera con Argentina para internarse en este país, y conocer, a la vez, Paraguay.

Llegó a este municipio boliviano (Uyuni), procedente de Potosí, en un autobús que había tomado a primerísima hora de la mañana. Fueron dos o tres horas de viaje (no recuerda) y, una vez abandonado el bus, se uniría a una expedición de cuatro personas (todas ellas españolas, aunque no conocidas hasta entonces) para hacer el recorrido en 4x4 por el salar y, dos días más, para recorrer Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa. Era una buena manera de hacerlo, y poder disfrutar así de los atractivos de estos lugares únicos.

Con una superficie aproximada de 10.500 kilómetros cuadrados sobre el altiplano, era el desierto salado más grande del mundo. Una inmensa llanura blanca, y sin duda una inmensa panorámica, de las que se podían grabar en la retina para siempre. De hecho, se le grabó. El salar de Uyuni representa un importantísimo motor económico para Bolivia, no sólo por ser un reclamo turístico que atrae a miles y miles de personas cada año, sino porque de él se extraen anualmente unas 25.000 toneladas de sal. Además, se encuentra la mayor reserva de litio del mundo, y ya se sabe lo importante que se ha vuelto este mineral para unas amigas del género humano: las baterías.


Cementerio de trenes

La excursión comenzó con la visita al cementerio de trenes, un lugar extraño con un montón de vagones oxidados que no se levantaban de allí por su atractivo fotográfico para turistas y viajeros. O eso creyó. Posteriormente, la incursión en la extensión blanca, casi infinita — kilómetros y kilómetros— ocuparía todo el día. A una velocidad constante de unos 40 kilómetros por hora, se hicieron paradas en diferentes sitios para admirar ciertas peculiaridades. La primera parada, después de recorrer varios kilómetros fue para pisar el salar (caminar sobre él), sentir y palpar su atractivo, y hacer las siempre imprescindibles fotografías. La segunda, para también retratar el “monumento Dakar” y zampar el almuerzo correspondiente en un restaurante-comedor, allí, al lado del monumento. En el resto de la tarde, el trayecto se extendería hasta la isla Incahuasi, en medio del salar (en quechua significaba «la casa del Inca»), una isla repleta de cactus gigantes que podían llegar a los diez metros de altura. Después de varios kilómetros de recorrido una parada para hacer las originales fotos con peculiares perspectivas, una actividad muy popular (¿y ridícula?), pero que dejaba imágenes simpáticas. A última hora de la tarde, visita al lugar que vulgarmente era conocido como ‘de los reflejos’, para hacer más fotos, usando el efecto de la luz y la suave capa de agua, y conseguir más originales instantáneas. Cree, no obstante, este mochilero que lo mejor del salar de Uyuni, sería disfrutarlo, pues contarlo se hace reiterativo y difícil. De todo ello, se grabaron las imágenes en la mente, mantenidas para siempre como un poso de vivencias.


Juego de perspectiva


Isla Incahuasi

Después de una noche en un humilde hotel construido a base de bloques de sal, comenzaría el itinerario por la Reserva Nacional Eduardo Avaroa, durante dos días. Impresionante y muy bella excursión. Se recorría toda una altiplanicie rodeada de grandes montes andinos, algunas lagunas y un territorio semidesértico con espectaculares momentos. El contrato de esta marcha hablaba de los siguientes lugares y zonas a visitar: laguna Cañapa, laguna Hedionda (fuerte olor a azufre y sedimentos), desierto de Siloli, árbol de Piedra, laguna Colorada, géiseres, desierto Salvador Dalí,….. Multitud de sitios, imágenes y sensaciones que se iban guardando en la retina y en el interior de la psiquis viajera. Las lagunas de coloridos espectaculares (blancos, con verdes, morados y rojizos), los flamencos picoteando y alimentándose de sedimentos y algas, que solamente se encontraban en ellas. Algunos otros pájaros, o llamas y vicuñas, acompañaron en el recorrido para convertirlo en original, auténtico y distintoParajes que se extendían en el horizonte, donde crecían plantas como la queñua o la yareta (arbusto nativo del altiplano, de apariencia similar al musgo).


Árbol de piedra, R.N. Eduardo Avaroa
Terminó todo —después de dos días— y, de nuevo, en la población de Uyuni. Las dos jóvenes vascas y el murciano que le acompañaban se despidieron hacía otras y diferentes aventuras.

Fin.


Laguna Colorada, R.N. Eduardo Avaroa


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21 de febrero de 2024

Ciudad Imperial de Potosí / Bolivia



El conductor del autobús lo dejó a las afueras de la ciudad de Potosí. Final de trayecto. Desde varios kilómetros antes ya iba observando la ciudad y el Cerro Rico que presidía la panorámica. Veía así, a lo lejos, lo que venía a buscar. Luego olería la multitud de olores que partían del mercado, al pasar a su lado, y advertiría, aunque de manera no intrusiva, la altura a la que se encontraba, a más de 4000 m.s.n.m.

Una vez en el centro, y ubicado ya en el hotel —una casa con siglos de historia— dedicó la mañana a sus habituales recorridos exploratorios. La herencia colonial era más que evidente, tanto en la plaza principal, con su imprescindible catedral metropolitana, como el resto de las calles aledañas. La historia de Potosí es de sobra conocida, sobre todo el periodo español de explotación de la plata en el famoso Cerro Rico, lo que originó, a posteriori y durante años, un cúmulo de críticas por parte de los locales hacia las autoridades españolas de entonces.



Una visita obligada —y verdadera joya de la ciudad— era la Casa Real de la Moneda (entró al día siguiente), la edificación civil colonial más destacada y protagonista de una intensa historia a lo largo de los siglos. Nació en 1572 para organizar y trabajar la sorprendente producción de plata de Cerro Rico por orden del virrey del Perú, Francisco Álvarez de Toledo. La que se visitaba hoy, era una segunda construcción barroca de 1759, con sus cinco patios.  A la entrada del primero de éstos, una gran máscara presidía el frontal. Su simbología era desconocida, aunque se decía que representaba al dios Baco. El guía, que luego explicaría el recorrido, vería además en el gesto de la máscara —algo mucho más difícil de apreciar— dos partes diferenciadas: un lado, representaba el gesto triste de los locales explotados en las minas, y el otro, el gesto sonriente de los españoles que se llevaban la plata. Otra explicación más era que la máscara ocupaba el espacio del escudo real español, y habría sido colocada para la mofa popular tras la guerra de la Independencia. Dentro, se podían ver muchas de las monedas acuñadas y las máquinas de elaboración de las monedas, en particular, el "Real de a 8". ¡Toda una joya histórica!

Más lugares de visita en la preciosa urbe: la Catedral basílica; la torre de la Compañía (de Jesús); el convento de Santa Teresa, convertido en Museo sacro y de vida de claustro; el pasaje subterráneo “callejón de la pulmonía”, o la calle Guijarro y otras de la zona central con gran cantidad de casas, palacetes coloniales e iglesias.



Restaba otra actividad estrella: No era fácil tomar la decisión de internarse en una de las minas horadadas en las laderas de Cerro Rico, aunque había que hacerlo. Su explotación, desde hacía cinco siglos, estaba causando hundimientos en la cima lo que, a su vez, amenazaba la vida de miles de mineros bolivianos, pero también de los turistas que, como un goteo constante, y diario, visitaban las minas/cooperativas para enterarse de su funcionamiento, gastar adrenalina internándose en ellas, o conocer al ‘Tío’ —una imagen hecha de barro al que los mineros consideraban dueño y señor de las vetas de plata y del subsuelo—. Los obreros, entre el miedo y la resignación, defendían su necesidad de trabajar a sabiendas del peligro. Parece ser que, al año, al menos dos decenas de mineros morían por derrumbes e intoxicaciones, pero eso no desanimaba al resto de los obreros. Allí seguían trabajando (todos los días unos 20.000 mineros, en varios turnos, aunque la cifra fluctuaba dependiendo de épocas) y abriendo galerías que habían convertido el cerro en un peligroso queso gruyère.

Una vez dentro, la actividad era palpable. Las vagonetas entraban (vacías) y salían (cargadas de ese material que era una mezcla de plata, zinc, plomo y estaño) con rápida frecuencia. Los curiosos que asistían expectantes a los trabajos tenían que arrimarse cada poco a los laterales de la galería para dejar pasar estas vagonetas, tanto cargadas como vacías.

Cuando este grupo (5 personas) llegaba a cierta profundidad se produjo el encuentro con el ‘Tío’, en un pequeño túnel lateral que finalizaba con su figura. Llamaba la atención, a primera vista, el colorido del pequeño dios de las profundidades, pero, sobre todo, lo que le envolvía y rodeaba: cigarros apagados, hojas de coca, botellas del alcohol casi puro (ofrendas de los mineros, solicitando su intervención y ayuda), y tiras de serpentina colgadas de los cuernos y de su falo erecto. Porque tenía, sí, un gran falo que exhibía con orgullo a trabajadores y huéspedes. El guía que acompañaba a este grupo de visitantes, hizo su particular ofrenda que era un poco más de lo mismo que allí ya existía, en cuanto a los artículos ofrecidos. Le puso en la boca un grueso cigarro encendido, elaborado de manera rústica (en algunos lugares, llamado mapacho), le ofrendó las hojas de coca, le roció con unas gotas de alcohol puro —luego dejó allí la botellita— y recitó en alto unas frases petitorias, solicitando su ayuda para aquel singular recorrido minero.



Todo un espectáculo, hasta cierto punto, incomprensible y grotesco.

Por lo demás, el viajero insatisfecho que iba bien pertrechado de traje y casco con linterna (equipo obligado para su ingreso en la mina), se olvidó de una mascarilla que hubiera sido muy útil para el aire que allí se respiraba: denso y con muchas partículas de polvo, que hacía difícil, en ciertos lugares, respirar. Y olía.




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10 de febrero de 2024

Sucre, capital oficial de Bolivia


Portón del Centro cultural Santa Pacha, con habitaciones

Sucre, la capital oficial del país, era una ciudad con muchas y variadas reminiscencias coloniales. Llegó a ella después de muchos kilómetros en bus; un transporte nocturno que había tomado en La Paz. Por “booking” había contratado un hotel (era un centro cultural, con habitaciones) en el meollo de la urbe y con unas condiciones que consideraba aceptables, pero al llegar -a primeras horas de la mañana- el bonito portón de acceso al recinto estaba clausurado. Cerrado. Llamó al timbre varias veces y golpeó con insistencia el artístico portón, pero nadie daba respuesta a sus desesperadas 'insinuaciones'. Aprovechando la salida de unos clientes —supuso que lo eran— traspasó el portón y se introdujo en el patio del edificio. Caminó por un paseo durante unos cuantos metros, sorteando a un perro que dormitaba en ese mismo camino de acceso, y llegó al edificio principal. Nadie aparecía. Subió unas escaleras, exteriores por la fachada del edificio, que accedían, según indicaba un cartel, al lugar donde desayunarían de los huéspedes. Allí se encontró a una joven que organizaba la estancia, al margen de la puerta de entrada y ajena a cualquier timbre de llamada. Después de mostrarle su indignación, la señora le enseñó varias habitaciones disponibles. Eligió una.

Debió reconocer, al finalizar, que su estancia había sido agradable y tranquila en aquellos aposentos que —ahora— recomendaría sin duda.


Busto de Simón Bolívar, en la Casa de la Libertad

El centro de la ciudad era bastante organizado, y urbanizado en cuadrículas, como tablero de ajedrez. Se respiraba un aire turístico, no exento de aromas antiguos, de recuerdos y contiendas religiosas. En cuanto se abandonaba el centro, el tema se complicaba y la ciudad perdía esa organización. En una de las cuadrículas centrales estaba la Plaza de Armas 25 de mayo y en uno de sus laterales la Catedral basílica Nuestra Señora de Guadalupe. ¡Vamos!, como en todas las ciudades coloniales.

Otro de los laterales estaba ocupado por la Casa de la Libertad, a la que acudió una de las tardes para hacer la habitual visita: un edificio colonial, tanto en el interior como por fuera, con varias salas que, según indicaciones, habían sido testigos de acontecimientos históricos. Entre estos, la firma del Acta de la independencia del Alto Perú, hoy Bolivia. En otra de sus salas, utilizada para reuniones varias, había un gigantesco busto en madera de algarrobo de Simón Bolívar. La joven-guía que explicaba las diferentes dependencias del recinto, se escuchaba a sí misma, dando unas charlas que más parecían lecciones didácticas para los alumnos de su colegio particular. Especiales menciones recibió una héroe de la independencia, Juana Azurduy, nombrada mariscal de ejército. Muy cerca de allí, el nombre de una calle lo recordaba.

Un mediodía, subió al mirador de La Recoleta, donde estaba el homónimo convento-museo, y disfrutó desde allí de unas particulares vistas de la ciudad. En la plaza frontal al convento, muchos jóvenes adolescentes daban pasos en las primerizas artes amatorias y mostraban sus dotes de coqueteo. Pura adolescencia y juventud.


Desde el mirador de La Recoleta

Por lo demás, Sucre tenía un bonito cementerio (suele acudir a estos lugares en las diversas visitas de ciudades), muy organizado, con multitud de árboles centenarios que generaban ambiente y conformaban un agradable paseo, y donde había una zona de nichos y panteones dedicada a “los héroes del Chaco”; el Parque Simón Bolívar, repleto a aquella hora de estudiantes que jugaban en los jardines donde disfrutaban de chuches y helados, y el Palacio de Gobierno, también en la plaza de Armas.


Cementerio

Una mañana, el viajero insatisfecho tomó un autobús y se fue a la población de Yotala, promocionada en los blogs de viajes por internet, pero no le gustó en exceso. Un pueblo con ese aire local y pretendido ambiente turístico de fin de semana. Nada especial.

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26 de enero de 2024

Ruta hacia el lago Titicaca / Bolivia


Desde el bus, el lago Titicaca


Barcazas para cruzar coches, en el estrecho de Tiquina, lago Titicaca

Circular por el altiplano boliviano de La Paz al lago Titicaca, en concreto, a la población de Copacabana, era una experiencia que confortaba. ¿Por qué? Porque en aquella planicie, con presencia de pueblitos y alguna llama, también con las gentes locales características de esta alta llanura, se visualizaba un ambiente rural y auténtico.

Pronto aparecieron algunos ramales del lago, aunque el destino era mucho más alejado. El autobús circuló por sus orillas, pero a algo más de altura, por las laderas de las montañas aledañas durante muchos de kilómetros. Desde el bus se observaban las tranquilas aguas, algunas casas y embarcaderos en sus orillas, aunque pocos o ningún pequeño barco o piragua en toda su extensión. La sequía –todo el mundo se quejaba- que abrasaba la región durante la visita se veía en la llanura y en las laderas resecas de las montañas. Miles de fincas cultivadas en su momento se apreciaban abandonadas, con sus cercas y lindes medio desfiguradas por el tiempo. La total escasez de árboles o simples matojos (sólo algunos eucaliptos), laderas y montañas peladas daban la sensación de pobreza y descuido. Para los ojos del viajero el paisaje era atrayente, diferente.

Al llegar a la población de San Pablo de Tiquina, era preciso atravesar el homónimo estrecho del lago en barco. El autobús lo hacía en una barcaza. Los pasajeros, en un pequeño bote a motor. La ruta continuaba por una pequeña península montañosa hasta llegar a la población de Copacabana, en la parte boliviana del lago Titicaca. En todo este trecho, la carretera discurría por estribaciones montañosas con subidas y bajadas por las suaves pero pendientes faldas como si de gigantescos scalextric se tratara. Algunas fincas o propiedades en las laderas estaban abandonadas; otras, preparadas para la siembra de productos del altiplano, como la quinoa. Olía a campo seco.


Copacabana, a orillas del lago, vista desde uno de sus miradores

Copacabana era una bonita población, a orillas del lago Titicaca y a unos 150 kilómetros de La Paz. Muy turística para los extranjeros, por la posibilidad de navegar el lago y visitar las islas del Sol y de la Luna, y para los locales por encontrarse allí la Virgen de Copacabana, de gran devoción para muchos bolivianos. Como mostraba la Capilla de las Velas, donde los lugareños ofrecían sus muchas plegarias —a veces las dejaban escritas en las paredes— y encendían velas.


Capilla de las Velas

Pero el viajero insatisfecho era extranjero y, aunque visitó los símbolos por los que los locales se acercaban, también quería visitar la isla del Sol. Un barco le llevaría a la cercana isla, habitada por la comunidad Yumani. En la época inca, era un santuario con un templo (el templo del Sol) con sacerdotes dedicados al dios Sol o Inti. Este templo era, en la actualidad, una reliquia, pero muy reconstruida y acondicionada. El barco le dejó frente éste, pero luego le recogería en el poblado-comunidad Yumani por lo que era necesario caminar durante una hora por las laderas de la isla. Un trayecto por una inclinada senda con vistas al lago, a la isla de la Luna y a las lejanas montañas andinas. Aquí, una mujer vendiendo artilugios para turistas; allí, una llama exhibida para ser fotografiada, y por todos los lados pequeñas terrazas de sembrado abandonadas. Sin cultivar. “¿Por qué están sin cultivar?” —preguntó. “Al otro lado de la isla si lo están” —respondieron. No lo comprobó. Visitó en el poblado la fuente del Inca; real y auténtica, al menos, así lo vendían los folletos de promoción.


Templo del Sol, en la isla del Sol

Como isla turística, era posible alquilar habitaciones, especie de bungalows, para pasar la noche, pero este mochilero, una vez finalizada la excursión, regresó a Copacabana. Más de una hora de trayecto en barco.

                                  VIDEO                                

Ruta a la isla del Sol


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15 de enero de 2024

La Paz / Bolivia


La Paz

Viniendo de Cochabamba (a unos 2.500 metros sobre el nivel del mar) y con destino La Paz (a unos 3.700 m.s.n.m.) no parecería lógico llegar por El Alto, ciudad hermana-siamesa (a unos 4.100 m.s.n.m.). Pues así fue, entró en La Paz desde El Alto, y le impresionaron las vistas. La Paz parecía una olla, alicatada de edificios y casas de ladrillo visto. Había varias maneras de bajar desde allí a La Paz: por los caminos o carreteras tradicionales, imponentes y llenas de curvas (vías secundarias); por una especie de autovía muy transitada, con curvas, pero mejor diseñadas, y por el teleférico (siendo peatón), planteado como respuesta a los problemas de transporte público entre La Paz y El Alto. Este moderno medio de transporte (la última línea fue construida en 2019, línea plateada) sin resolver en su totalidad el problema de movilidad, lo ha aminorado mucho.

Llegó a la ciudad en las últimas horas de la tarde, con lo que la búsqueda del hotel era una de las prioridades. Se hospedó en el centro, en un barato hotel que más bien eran dos, en un antiguo edificio, que se comunicaban por enrevesados pasillos. Si tuviera que clasificarle del 0 al 10, le pondría, no obstante, un 8 de nota. Limpio y con una habitación sencilla pero amplia. Estaba situado justo detrás la Plaza Mayor de San Francisco, en pleno centro, a sólo una cuadra de la famosa calle de las Brujas, o mercado de las Brujas:

El escenario de esta calle, una mezcla de mitos, objetos, leyendas urbanas y creencias de la zona, no dejaba de sorprender. Creencias ancestrales que provenían de sus antepasados y de la naturaleza, así como la fe cristiana impuesta en la colonización. Todo tipo de amuletos y objetos tradicionales que la gente local compraba como remedio para sus males. Había locales con plantas curativas y protectoras, otros con artículos —como los fetos de llama— para luchar contra los malos espíritus. Todo a la venta. (En los nuevos tiempos, ha derivado también en objetos turísticos de falsa tradición).

Tenía un encanto especial La Paz, muchos peatones y coches en sus calles, sobre todo en el centro; calles inclinadas que se convertían, a veces en angostas sendas de comunicación por las laderas edificadas; un centro muy colonial, con edificios de corte español; el río Choqueyapu atravesaba toda la ciudad, aunque estaba embovedado en todo su curso por la zona central, y discurría por debajo de las avenidas,...


Calle de las Brujas

¿Conoció la ciudad? No podría decir que sí en toda su extensión, pero recorrió e hizo escala en varios sitios emblemáticos: Iglesia de San Francisco; plaza Metropolitana de Murillo (en honor y tributo al héroe mártir boliviano Pedro Domingo Murillo, por su participación y liderazgo en el levantamiento armado independentista), con la catedral Metropolitana en uno de los lados; plaza San Martin, con una de las estaciones del teleférico, que ocupaba casi toda ella; varios mercados, o la calle Jaén, una de las estrechas y empedradas calles más bonitas de la ciudad, con varios pequeños museos.


Teleférico de La Paz-El Alto

La altura obligaba a caminar más despacio y con esfuerzo. El tráfico pesado, el cierto desorden y la vida callejera, obligaba además a transitar atento, a no despistarse. Nada sorprendía en exceso, pero al mismo tiempo todo era punto de atención. La Paz se dejaba querer y apreciar también subiendo a sus miradores. Tenía varios y desde luego era una de las visitas obligadas para apreciar la ciudad en todo su esplendor. En los días que permaneció, subió a uno de ellos, el que según todos los datos era uno de los más bellos: el mirador Killi Killi permitía apreciar, desde allí, la ciudad en un arco de casi 360° (El nombre de Killi Killi provenía de una pequeña ave rapaz que antiguamente abundaba en la zona).

Una de las mañanas, se acercó al valle de la Luna, a unos diez kilómetros, a las afueras de la ciudad. Para llegar hasta allí, el autobús a Mallasa pasaba por los alrededores y tenía una parada en la entrada. Era una formación geológica, no muy extensa, que había tomado ese nombre a raíz de una afirmación del astronauta Neil Armstrong, de visita, que lo comparó así. Se creó a través de la erosión agresiva de la parte superior de unas montañas y constituía básicamente un museo o formación de estalagmitas arcillosas, no rocosas.

La Paz necesitaría más alarde de palabras en este ‘post’, pero el viajero insatisfecho va a dejarlo así, sin profundizar, sin extenderse, evitando el rollo descriptivo de todos los rincones visitados.

¡Ánimo, la ciudad os espera!


Estalagmitas en el valle de la Luna

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2 de enero de 2024

Cochabamba, la ciudad del Cristo de la Concordia


Cochabamba, desde el cerro del Cristo de la Concordia

Cochabamba se encontraba situada en el centro de Bolivia, a más de 2.500 metros sobre el nivel del mar, en un valle fértil y en medio de la cordillera de los Andes (Aquí debería añadir que cuando el viajero insatisfecho arribaba a la ciudad, la sequía redundante -y preocupante- y la aglomeración urbanística ocultaban la tan cacareada fertilidad de su valle). 

El nombre de la ciudad de Cochabamba provenía de la castellanización del término quechua “Q'ochapanpa”, nombre que recibía esta zona en época incaica. Con más de un millón de habitantes en su región metropolitana, era una de las ciudades en las que el desarrollo en los últimos años se notaba a simple vista. Poseía zonas nuevas, con nuevos edificios, infraestructuras mejoradas, parques públicos cuidados, nuevas instalaciones deportivas y, en general, mejora de muchos de los servicios básicos.

Había salido de Santa Cruz de la Sierra temprano, en uno de esos autobuses de dos pisos, tan abundantes por aquellas latitudes. El asiento aledaño estuvo vacío durante todo el trayecto, por lo que pudo estar ‘a sus anchas’.

Al margen de lo interesante que tiene la ciudad, Cochabamba se podría utilizar como lugar idóneo para la adaptación a la tremenda altura que esperaba soportar en La Paz, más de 4.000 metros, donde pensaba dirigirse. De hecho, en uno de los mercados compró la primera bolsa de hojas de coca e inició allí el aprendizaje del proceso de masticado, que tenía su peculiaridad.


Hojas de coca -Compró una bolsita de las verdes, no de las azules-

Se hospedó en la zona centro en una casa tradicional, pero muy bien adaptada como hotel sostenible. Limpio, organizado y coqueto alojamiento. Como no tenía mucho tiempo por delante ese día, una vez asentado en su habitación, decidió dar una vuelta por los alrededores. Pronto se hizo de noche y, únicamente, callejeó cerca del hotel. Ya descubriría la ciudad con más calma.

Al día siguiente comenzó el trasiego de actividad y visitas. Turismo, en lo más estricto de término. El Cristo de la Concordia sería uno de sus primeros objetivos. Tomó la avenida Heroínas que le llevaría al parque de la Autonomía donde estaba el Teleférico. Una vez en el cerro, con el imponente Cristo en lo más alto, se divisaba la ciudad a sus pies. Más extensa de lo que había imaginado. Una gran ciudad. Apoyado en la balaustrada de un mirador estudió con detalle cada uno de los barrios. A lo lejos, claro. Observó con detalle el Cristo, construido para homenajear la visita de Juan Pablo II en 1988, y no pudo menos que compararlo con el Cristo del Corcovado, en Río de Janeiro/Brasil. Según informaciones, le superaba en altura, aunque el brasileño fuera más internacional y con panorámica más espectacular.


El Cristo de la Concordia, al fondo

Una vez cumplida con la tradición de ascender al cerro, visitó varias plazas: Plaza Metropolitana 14 de septiembre (provista de unos soportales con tiendas, un parque central y la catedral de San Sebastián, del siglo XVIII), Plaza de Colón o Plaza de Sucre. Todas ellas, con fuentes, esculturas, árboles, palmeras y jardines; todas ellas, de bonita estampa y cargadas de palomas.

Para el Convento de Santa Teresa dejaría las horas de la tarde, una visita en solitario, aunque acompañado por una guía, donde se apreciaba la austera vida de estas monjas carmelitas de clausura. Enseñaban las dependencias, el claustro, la iglesia desde la parte alta y el museo. Todavía, en un edificio lateral, contaba con varias monjas, pero con reglas menos fuertes y estrictas de reclusión.

En esta ciudad, como en todas, lo más interesante era perderse callejear, mirar, entrar y salir de los sitios, fotografiar y curiosear, en general. En algún sitio se encontraría el mochilero después de haberse perdido.

Otra jornada la dedicó a visitar unos pueblos “con encanto”, según había leído en las consultas por internet: Tarata y Cliza. Y sí, tenían un sabor especial. Además, en el primero de ellos había nacido Mariano Melgarejo, uno de los presidentes de Bolivia después de la independencia. Aún se conservaba el antiguo puente que, según la tradición, era utilizado por la amante de este líder para acceder a su propiedad.


Puente de "la amante de Melgarejo", en Tarata

En la feria del libro de Cochabamba —sita en un parque a las afueras de la ciudad— a la que acudió una de las tardes, compró El Principito, en lengua aymara. En estos momentos, reposa en las estanterías de su casa, junto a otros muchos.


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21 de diciembre de 2023

San José de Chiquitos / Bolivia


Autobús averiado

Había decidido abandonar Santa Cruz de la Sierra en autobús, y con destino a Puerto Quijarro, en la misma frontera con Brasil. "Mataría dos pájaros de un tiro": visitaría la frontera brasileña y viajaría en un tren boliviano. Pues, como experiencia, le apetecía tomar un tren para el regreso —luego, se enteraría de que los trenes desde allí a Santa Cruz no transportaban pasajeros y, además, no siempre funcionaban—.

Todo lo previsto, además, se fue al traste cuando el autobús que le llevaba a la frontera se averió en la noche, en medio de la nada. Allí varados o parados, este viajero insatisfecho entró en un duerme-vela que le duraría hasta el amanecer. ¿Y después? Espera, espera y espera. Una espera hasta que apareciera un mecánico; desarmara el eje de una de las ruedas; lo llevara a la ciudad cercana para repararlo y, luego, debería montarlo de nuevo. El plan previsto: unas siete u ocho horas de avería.

Una vez desperezado de su inquieta dormida en el asiento del bus, se informó sobre el lugar donde estaban averiados: a unos 60 kilómetros de San José de Chiquitos. Como esta población pensaba visitarla al regreso, decidió hacerlo antes. Hizo autostop, en dirección contraria, para tratar de llegar al lugar y evitarse así una espera interminable en medio de aquella boscosa zona solitaria. 

Un camionero paró y le trasladó a la población. Era un veterano de la carretera que transportaba todo tipo de materiales de Brasil a Santa Cruz de la Sierra y, según sus palabras, un empleado fiel de la empresa que le daba trabajo. La agradable charla con él derivó hacia su pasión por los españoles, de quienes se sentía hereditario. Y, claro, no era lo mismo ser “cruceño” (de Santa Cruz) que “paceño” del altiplano (originario de La Paz). Criticaba sin piedad a éstos como si de sus enemigos se tratara: eran —para el camionero— indígenas mohínos, falsos, deshonestos. Mala gente. Este mochilero no supo cómo reaccionar, ni intentó defender a los habitantes de una zona (La Paz) que aún no conocía.


Misión jesuítica, en San José de Chiquitos

San José de Chiquitos era un pueblo de unos 30.000 habitantes, poco ruidoso, y cuyo máximo atractivo era la misión jesuítica, construida a finales del siglo XVII. Actualmente, ocupaba uno de los laterales de la plaza principal, un conjunto muy bien conservado, en especial, la iglesia —con su bonita fachada principal— que aún mantenía su culto y donde celebraban misas al caer la tarde.

[En 1607 los jesuitas fundaron la provincia jesuítica del Paraguay, que comprendía territorios que hoy forman parte de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay. Esta provincia tenía a su frente un Superior o Padre Provincial, cuya sede se encontraba en Córdoba (Argentina). Un año después de la fundación de esta provincia, se dispuso la creación de las misiones o reducciones jesuíticas y franciscanas, y se inicia así el viaje jesuita por la región. Este San José fue una de las reducciones que estos atrevidos religiosos fundaron].

Recorrió ese mismo día el centro local, que era pequeño, alrededor de la misión, y admiró sudoroso —hacía un calor exagerado— el interior de la iglesia y su patio, también conservado, ubicado en uno de los laterales. Varios murales monocromos (de un marrón oscuro) en sus paredes representaban escenas locales antiguas y daban el aspecto de una vida misionera-monacal de sensibilidades artísticas.


Murales monocromos en las paredes del patio interior

Al día siguiente, contrataría una moto-taxi para acercarse al sitio arqueológico de Santa Cruz de la Vieja, la primera ciudad fundada (a escasos kilómetros), y —siguiendo el camino— al valle de la Luna (a cualquier cosa apodan así), unas irregulares formaciones rocosas combinadas con la vegetación existente. Desde allí, se veía de frente cómo se erguía el cerro Turubó —en español, cerro solitario—, guardián de los josesanos.

Una evidente tranquilidad desbordaba la zona y se apreciaba desde aquellos miradores antes de llegar e, incluso, desde el valle de la Luna. A la mañana siguiente, confirmada la ausencia de trenes desde Puerto Quijarro, tomó la alternativa de regresar de nuevo en bus a Santa Cruz. Ya conocería la frontera brasileña en otra ocasión.


Formaciones rocosas en el valle de la Luna

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8 de diciembre de 2023

Santa Cruz de la Sierra / Bolivia


Catedral Metropolitana o Basílica de San Lorenzo de Santa Cruz

El anillo central de Santa Cruz de la Sierra/Bolivia contenía, sin duda, lo más interesante para un visitante accidental u ocasional (La ciudad estaba urbanizada en círculos concéntricos cada vez más amplios). Este anillo era la zona antigua; la ciudad de influencias coloniales. Olía a viejos españoles, a jesuitas, a misioneros, a especuladores de terrenos o propiedades, y a pequeños comerciantes. Casas bajas, a veces con largos pórticos que en algunos casos aún eran respetados. En uno de los edificios, con cierta raigambre, encontró el humilde hotel donde se hospedaría dos días.

La Plaza Metropolitana 24 de Septiembre —ocupaba una cuadra— era un simpático y bien conservado espacio de jardines y árboles, pero atestado de palomas. Estas ‘ratas voladoras’ las encontraría luego en todas las plazas metropolitanas de las ciudades visitadas, tanto en el norte como en el sur de Bolivia. También, en Paraguay y Argentina. Parecía ser que eran, y son, inevitables animales, con los que hay que convivir obligatoriamente. Inundaban los paseos del recinto ajardinado y descendían como rapiñas cuando observaban las migajas, echadas por algún insensato paseante.

En uno de los lados de la plaza cuadrada, estaba ubicada la Catedral Metropolitana o Basílica de San Lorenzo de Santa Cruz. La Casa de Gobierno, en otro de los lados, y el Club Social 24 de Septiembre, en uno más. Éste, y otros clubes sociales se convertían en lugares de almuerzos y cenas con precios asequibles para todos los que quisieran acercarse. Los utilizó en alguna ocasión sobre todo para cenas, después de pasar el día dando tumbos entre visitas y caminatas.


Una casa (con sabor colonial) en el centro de Santa Cruz de la Sierra

Este amplio anillo central era bastante más tranquilo que el resto, a pesar de la abundante actividad comercial; aunque también fuera del alcance de esos mercados populosos, que encontraban ubicación en otra parte de la ciudad.

Una mañana se acercó a visitar el Parque Lomas de Arena. Este parque, a sólo unos 12 km. del centro de Santa Cruz, era uno de los lugares más visitados en esta región, según decían algunos bloggers.

—No hagáis caso. Lo visité y estaba solitario en un paraje que más parecía de domingueros de Santa Cruz, y bastante abandonado dice el viajero insatisfecho.

Desde la ciudad, el bus 21 le llevó a la entrada, pero luego era necesario recorrer unos diez o doce kilómetros hasta las dunas. Desconocía esa información cuando apareció por allí. Un motorista avispado acudió en su auxilio y se ofreció a acercarle.

Un breve regateo y accedió a utilizar sus servicios.

Era curioso encontrar, a tan poca distancia, un paisaje que incluía dunas de arena de más de doce metros, lagunas casi secas y bosques. Lo hizo por libre, huyendo de las supuestas excursiones o tours, aunque cree que, o era temporada baja, o domingueros y aventureros habían dejado de acudirAscendió una de aquellas dunas y, cuando estaba en el punto más alto, le atacó un enjambre de unos insectos inclasificables (entre avispas-moscas). Tuvo que salir zumbando de allí y bajar la duna a toda carrera.


Parque Lomas de arena


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24 de noviembre de 2023

Samaipata, una rápida visita


Aeropuerto Internacional / Bolivia

Cuando el viajero insatisfecho llegó al Aeropuerto Viru-Viru estaba cansado (¿harto?) de vuelo. Habían sido doce horas de Madrid a Santa Cruz de la Sierra / Bolivia.

Nada de taxis para ir al centro de la ciudad, tomó un autobús que le dejaría relativamente cerca del hotel. Era primera de la mañana. El hotelucho estaba situado muy cerca de la plaza principal de la ciudad (Plaza 24 de septiembre), en el anillo histórico (Anillo 0). La ciudad de Santa Cruz tenía una organización de calles circular muy original a base de anillos concéntricos, distanciados uno de otro entre uno y tres kilómetros, que iban del cero al diez.

Aprovechando que el hotel aún no tenía la habitación disponible, optó por comenzar, aún cansado por el viaje, el recorrido de una mínima parte de Bolivia; no era cuestión de perder tiempo. La primera visita del primer día, y de la estancia sería a Samaipata.

Preguntó por la salida de autobuses a esta localidad y, después de localizar el medio de transporte —un turismo compartido con otros cuatro pasajeros, que partía cuando estaba lleno— se lanzó hacia la población. Eran 120 kilómetros, cuando había pensado en unos 20. ¡Qué despiste de hombre! Fueron unas tres horas de trayecto, de ida; y otras tantas de vuelta. En total, todo el día de despiste y aventura.

Samaipata era considerada la frontera sur del imperio inca, y fue por eso que este pueblo inca pre-colonial habría edificado el fuerte en una de las múltiples colinas fronterizas con otros pueblos aún no dominados. De ello, se conservaban unas ruinas que tenían su atractivo turístico, y se promocionaban como tal. No tenían nada que ver con Machu Pichu (la fortificación inca más conocida) y eran mucho más humildes en cuanto a sitio arqueológico y enclave estético. El Fuerte (así se le conocía) estaba ubicado a varios kilómetros de la población, por lo que tuvo que contratar un medio de transporte, y… ¡qué mejor que una moto-taxi! Estaba de enhorabuena este mochilero, pues es el medio que más utiliza cuando hay posibilidades. Había descubierto gran parte de África en moto y conocido muchas localidades en la zona de Indochina. En Bolivia no era tan habitual, pero se utilizaba —según comprobó— como vehículo de traslado de un lugar a otro en muchas poblaciones.


El Fuerte de Samaipata

Tras el pago de una entrada, se propuso recorrer todas las ruinas, para lo que no necesitó un guía, sino que, en la soledad y tranquilidad del recorrido, fueron apareciendo los objetos visitables. Se trataba de una gran cumbre de una montaña esculpida con dos grandes ranuras, asientos, estanques y motivos zoomorfos “con los cuales antiguas poblaciones de origen amazónico propiciaban sus ciclos agrícolas”, según Wikipedia. La enorme roca esculpida de El Fuerte era el más grande petroglifo terrestre del mundo. Había, incluso, estructuras fabricadas para evitar pisar la zona arqueológica.

El tiempo pasaba y, previendo el largo regreso a Santa Cruz, donde debería ocupar el hotel para su primera noche, no se extendió en otras visitas que ofertaban por la zona. Se podían hacer, también, caminatas por las montañas y valles, pero esto necesitaba tiempo, y no disponía de ello. Con un recorrido por la población, con cierto aire turístico: plaza, calles y tiendas, finalizó la visita a Samaipata.


El Fuerte de Samaipata

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3 de octubre de 2023

M’banza Kongo, capital del reino Kongo


Catedral, en M'banza Kongo

¡Qué largo se le hizo al viajero insatisfecho el trayecto a M’banza Kongo! Partió de la ciudad costera de N’Zeto, después de pasar el rato de espera con las bromas y risas de “Rambo” —así quería que le llamara— un simpático personaje, empleado en la parada del bus. Y se le hizo largo no tanto por la distancia a recorrer —que también— sino por la cantidad de baches que aquel autobús lleno tuvo que cruzar. La carretera asfaltada, en diferentes puntos, estaba tan deteriorada que el bus, de la empresa internacional Macon (la utilizó para muchos de sus trayectos largos), tenía que avanzar con mucho sigilo. Grandes extensiones de bosque y sabana, con multitud de pequeñas elevaciones verdes, muy verdes, fue el panorama disfrutado desde la ventanilla del vehículo. Arribaban a la estación final de la población a última hora de la tarde, con el tiempo justo para de día tomar una moto y tratar de encontrar un hotel donde poder pasar la noche. Como así fue.

M’banza Kongo, también conocida como São Salvador do Congo, era una ciudad, capital de la provincia de Zaire, en el noroeste del país. Fundada en 1483, fue capital del antiguo Reino de Kongo. Renombrada por los portugueses como São Salvador en los años 1568-1570, mantuvo este nombre hasta que Angola se independizó en 1975 y la ciudad recuperó su nombre inicial.

Una vez visitada, y después de una estancia de dos días, el mochilero se preguntaba si había merecido la pena internarse en el centro de país —un lugar que parecía territorio de nadie— para ver lo que vio.

Sí, había merecido la pena.

El hotel estaba bastante bien. Un hotel de una sola planta con unas quince o veinte habitaciones en línea y todos los servicios hoteleros habituales. Descansar, a veces, o siempre, era una buena manera de disfrutar de un viaje.

En la parte alta —la ciudad se extendía también por las laderas y otras lomas aledañas— estaba el palacio del gobernador, en unos cuidados jardines presididos por un gran busto de Agostinho Neto, el fundador de la patria. No muy lejos de allí se encontraba lo más importante y reseñable: las ruinas de la Sé Catedral, una pequeña iglesia que se consideraba había sido el primer lugar de culto cristiano construido en África central. Estaban cuidados sus alrededores, bastante bien conservadas sus cuatro paredes de piedra y en la parte principal sorprendía el gran arco de entrada. Hizo algunas fotos y observó a un grupo de escolares, acompañados por dos maestras, escuchando las explicaciones de lo que parecía ser un guía, u otro maestro más.


Museo de los Reyes de Kongo

De allí se dirigió al Museo de los Reyes de Kongo, un pequeño edificio recientemente restaurado con algún objeto histórico en su interior, entre ellos, el trono del último rey Kongo. Allí mismo se encontraba, también, el árbol de la Sangre, lugar famoso por la tremenda historia: fue el lugar de las ejecuciones ordenadas por el Manikongo, o rey Kongo. A pesar de su historia, para el visitante foráneo no era más que un árbol grande.

El último día alquiló una moto-taxi para recorrer los alrededores, que desde la altura de la ciudad se veían verdes y lozanos. Toda una mañana, sentado de paquete, observando diferentes mercados, humildes casas en las laderas, un gran hospital en construcción, barrios pobres, y poco más.


Laderas edificadas de M'banza Kongo

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22 de septiembre de 2023

Soyo, en la desembocadura del río Congo


Ramal del río Congo, en la desembocadura, desde Soyo

Otra etapa más, en Angola, fue Soyo, una ciudad en la desembocadura del río Congo, donde el río mezclaba sus dulces aguas con las saladas del Atlántico. Era una zona tan vasta y el río con tantas ramificaciones que la ciudad se ubicaba a cierta distancia de la desembocadura, del encuentro de las aguas del Congo con el océano. O sea, que no pudo apreciar realmente lo que quería.

Dar ese paseo por la vasta extensión de aguas sin control, aunque lo intentó, era demasiado caro para un solo pasajero en una pequeña embarcación a motor. Investigó, pero no tuvo suerte: le pedían más de cien dólares por un breve paseíto.

No.

Lo intentó con “un joven-pirata” que se ofrecía, por poco dinero, para un paseo por aquella ramificación del río Congo, pero el riesgo se apreciaba nada más ver la destrozada piragua.

No. 

Pero quiere comenzar a contar desde el principio: Al llegar a la estación de autobuses Macon de la ciudad, el motorista que escogió para buscar un hotel “bueno, bonito y barato” (otra vez), no fue nada eficiente. Yendo a un sitio sin nada preparado, encontrar a ese taxi-moto espabilado y resolutivo era siempre muy importante. Se hospedó en un hotel que no le gustó nada, pero que se ajustaba a su presupuesto. Luego, se arrepentiría de no haber sido más insistente y pesado con el chaval de la moto. Mentalizado, decidió disfrutar de lo que había en Soyo, que no era mucho. Desde esta ciudad, y muy cerca de donde se hospedaba, partía un barco/catamarán para Cabinda, ese territorio angoleño aislado entre dos países: Congo y la República Democrática del Congo. El catamarán estaba en el dique. Aunque se suponía que tenía servicio de transporte diario a Cabinda, allí estuvo atracado de forma permanente los dos días que el mochilero paseó por allí.


Pozo petrolífero, en los alrededores de Soyo

Soyo era conocida, además, por ser la ciudad más importante de una zona petrolífera. Por allí estuvo rondando y visitando el viajero insatisfecho todo un día en una moto alquilada, pero las posibilidades de acercase a la zona donde realmente se extraía el petróleo eran limitadas: todos los caminos estaban cortados y las explotaciones valladas. Consiguió, eso sí, ver algún pozo, semi abandonado y poco más.

No recomendaría a nadie aquellos parajes, pues carecen de interés y sin posibilidades de experiencias novedosas y extraordinarias.

“Unas veces se gana y otras se pierde”, aunque perder, realmente nunca era algo negativo.

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