23 de octubre de 2013

La plaza Chacha


Plaza Chacha, Ouidah
Ni había oído hablar de la plaza Chacha, de Ouidah (Benín), ni sabía que reunía tanto simbolismo. Le llamó la atención, eso sí, aquel árbol tan africano, tan voluminoso que no cabía en la instantánea que pretendía tomar.
Había tres cosas particularmente emblemáticas en la plaza: un arbol centenario, un monumento-homenaje erigido en 1992 y el monolito que indicaba el nombre del lugar. Este trío de elementos estaban finamente entrelazados.
La plaza era el lugar de la trata de esclavos en época de Francisco de Sousa, uno de los comerciantes negreros, de principios del siglo XIX, más importantes de la costa beninesa.
Su casa estaba cerca de allí, un harén en aquel entonces con cientos de mujeres.
Hoy en día, la explanada y el árbol se adornaban con colores y frescos que denunciaban el imperialismo europeo y estadounidense. La bandera española también se intuía en la parte baja del tronco. Parado, casi plantado a orillas de la plaza, el viajero insatisfecho sufría la inclemencia de un sol plano mientras observaba la normalidad y calma del lugar. No transmitía nada, únicamente los anillos de banderas de colores incitaban a la curiosidad. Después, pasaría varias veces por allí, su maltrecho hotel-guarida estaba por los alrededores.
Conociendo un poco la historia, era fácil recuperar la escena que ocurriría a principios del siglo XIX: bajo el gran árbol, plantado, según cuenta la tradición, por el rey Agadja, los esclavos serían marcados, dependiendo de su comprador, y obligados a dar varias vueltas a su tronco, una forma de hacerles creer que, después de la muerte, sus espíritus regresarían de nuevo a la patria. Una vez cumplidos los trámites, comenzaría el bochornoso camino hacia el cercano océano, donde el barco negrero les esperaría fondeado.
Hoy conocido ese trayecto como Ruta de los esclavos. Una pista de tierra de cuatro o cinco kilómetros, jalonada por estatuas de dioses del vudú. Al finalizar la siniestra ruta, al borde del Atlántico, se alzaba la Puerta de No retorno (fotografía), un arco marrón y blanco que simbolizaba el embarque de esclavos y su despedida de la tierra natal.
Allí, al lugar que ocupa ahora el arco, llegarían en el siglo XIX cientos, miles de esclavos a pie y maniatados, mientras, en la plaza Chacha comenzaría un nuevo turno de subastas.
Puerta de No retorno

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13 de octubre de 2013

La pobreza como arma

Sencilla casa de un 'Ngobe-buglé'

No conviene -cree- mitificar la pobreza, utilizarla reiteradamente como arma descriptiva o abusar de su sinsabor, aunque escritores o periodistas de prestigio hayan sido fieles al asegurar que ella forma parte de sus mejores tareas.
Ryszard Kapuscinski, uno de los grandes maestros del oficio, confesó en una ocasión que en el núcleo de todos sus intereses informativos siempre se encontraban los pobres: “Cuando empecé a escribir sobre estos países, donde la mayoría de la población vive en la pobreza, me di cuenta de que aquel era el tema al que quería dedicarme. Escribía, por otro lado, también por algunas razones éticas: sobre todo porque los pobres suelen ser silenciosos. La pobreza no llora, la pobreza no tiene voz. La pobreza sufre, pero sufre en silencio. La pobreza no se rebela”.
Y aunque sea de manera indirecta también tiene que ver con la pobreza lo siguiente: A este mochilero le sorprende que, en ciertos círculos, en concreto sudamericanos, se ofendan cuando se les pregunta por las etnias de su país, quizás porque identifican ‘etnia’ con ‘pobreza endémica’ o con pobreza que humilla.
No. Etnia es una afinidad racial, y la negación de ello es no querer ver diferencias, por ejemplo, entre un aymara, un kuna, un inca, un taíno o un emberá.
Cree, sí, que lo que desprenden estos ofendidos -miserables ofendidos- es, en cierta manera, una total falta de apego a su pueblo, a sus tradiciones y a su cultura histórica. No siempre mencionar una etnia es una referencia a su pobreza implícita sino más bien a su orgullo como pueblo o a su defensa de las raíces que le son propias.
El viajero insatisfecho rompe una lanza por desmitificar la pobreza y, también, por defender el empoderamiento de los diferentes pueblos o etnias dentro de la estructura social del país en el que surgieron.
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4 de octubre de 2013

El chicle maya

El guía turístico que acompañaba a la pequeña expedición a Chichén Itzá era, según dijo él mismo, 80 por ciento maya. Bajo de estatura, con el pelo ligeramente rizado (cualidad rara entre los mayas) y con una bonita voz (según ecos cercanos), vestía un pantalón corto hasta la rodilla y se ocupaba del grupo con exquisita educación y respeto. Con un cierto tono de broma, a veces, en sus explicaciones, pretendía -cree que lo logró- hacer ameno el trayecto hasta las ruinas mayas. De toda la información desplegada, y fue bastante, el viajero insatisfecho se quedó con lo más anecdótico y curioso.
En la región sureste de México, es decir, en Yucatán, donde floreció la civilización maya, había un árbol llamado “chicozapote”, al que los mayas solían hacer cortes en la corteza, en zigzag, para que fluyera la savia y permitiera su recolección. Se colocaban unos recipientes debajo para que ésta cayera dentro de ellos. A la savia de este árbol se le sometía, a posteriori, a un proceso de ebullición, filtrado y secado para convertirla, al fin, en goma de mascar. Los mayas la usaban para limpiarse los dientes, inhibir el hambre o, simplemente, como entretenimiento. Esta ha sido la manera de fabricar chicles desde hace muchas décadas, si bien en la actualidad se hace también, de manera general, con una base de plástico neutro llamado acetato polivinílico.
Buena noticia para la salud de estos singulares árboles.
La palabra ‘chicle’ proviene de la lengua maya que significa ‘boca(chi) y ‘movimiento(cle), o sea, boca en movimiento.
[Del mismo modo que Chichén Itzá, significa ‘boca (chi) del pozo (chén) de los brujos del agua (itzá)’].
El árbol 'chicozapote'

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